“El profesor sabe y enseña. El maestro sabe, enseña y ama… Y sabe que el amor está por encima del saber y que solo se aprende de verdad lo que se enseña con amor” (Marañon).
La relación alumno-profesor ha ido evolucionando a lo largo de la historia. En los inicios de la educación, el profesor era prácticamente transmisor del conocimiento y el alumno tan solo trataba de comprender o asimilar, en ocasiones memorizar, aspectos o conceptos que rara vez entendía. Los alumnos escuchaban la lección que el profesor impartía de forma magistral, la comunicación era prácticamente unidireccional. ¿Cómo iba a mejorar un alumno individualmente si todos eran educados y enseñados del mismo modo pese a no tener las mismas dudas o inquietudes? No obstante, a pesar de esto, hubo y hay grandes científicos, genios, historiadores y porqué no decirlo, también profesores.
El modelo educativo ha evolucionado hasta la actualidad, llegando a definirse el rol de profesor como un acompañante o guía en el aprendizaje del alumno. Es ahora cuando el alumno tiene conciencia de su educación y esa es la intención de los educadores. Los propios alumnos deben ser curiosos y creadores de su propio conocimiento. El profesor servirá de apoyo para muchos de ellos, para otros tan sólo una figura de referencia para preguntarle cuando no entiendan algo. ¿Pero es así cómo se conseguirán mejorar los resultados en las evaluaciones del alumnado? Siempre se tiende a generalizar y ciertamente no es lo correcto, ya que habrá otro determinado número de alumnos con unas necesidades específicas que reclamarán una ayuda complementaria, ya bien sea por falta de comprensión, atención o por un alto rendimiento académico.
En ocasiones, a los maestros nos han propuesto dividir a los alumnos por niveles. Hecho que ayuda a la no inclusión del alumnado según algunos, y que mejora la educación individualizada según otros. Bien es cierto, que, haciendo divisiones implícitas, catalogamos o agrupamos al alumnado de forma explícita en base a test, pruebas o actitudes, sin mencionar cuando hablamos de aptitudes.
Pensemos durante un instante. Si todo esto nos viene dado, pautado y es una exigencia del currículum o de las etapas de desarrollo y aprendizaje, por ejemplo, o de alguien que nos lo propone, ¿cuál es nuestro papel como profesores, padres y educadores? Pues bien, compañeros. Vamos a ayudar, vamos a querer, a comprender, a sentir y a disfrutar de nuestros alumnos como si fueran nuestros hijos, hermanos o familiares queridos. Imaginemos que somos nosotros reencarnados en ese muchachito o muchachita que tienes en el pupitre de la segunda fila, la primera o la última tal vez. Ese que necesita ayuda constantemente, o que no para de molestar. Profe, tal vez no sea un problema de comprensión, o concentración, tan solo de sentido común. ¿Nos hemos parado a pensar la relación que tenemos con nuestros alumnos?
Autores como Comer (1995) afirmaron que “ningún aprendizaje significativo puede ocurrir sin una relación significativa», la relación de ese profesor con su alumno no es una coincidencia, sino que es creada. También profesores más recientes como Pierson (2013) dijo que «Los niños no aprenden de la gente que no les gusta«, insistiendo que la relación profesor-alumno es tanto o más importante que el proceso de enseñanza-aprendizaje porque lo que realmente queremos es formar personas. La misma Pierson (2013) en una de sus charlas TED mencionó una frase de Carver (1897) asegurando que todo aprendizaje es entender las relaciones, esa empatía que todo profesor debe sentir por sus alumnos y debe intentar comprenderlos, saber llegar hasta su corazón y ayudarle a comprender sus propios sentimientos por difícil que parezca. E incluso Bona (2016) en la actualidad asegura que «es triste que la felicidad de un niño en la escuela, dependa del maestro que le toque». Es cierto que todos hemos pasado alguna vez por esto y no hemos estado cómodos, por lo que intentemos que nuestros alumnos no pasen por lo mismo.
Jorge Cáceres Ramírez.
Maestro de Primaria.
Colegio Alborada.