La relación entre el profesor y el alumno ¿ha de ser cercana o distante, horizontal o vertical, simétrica o asimétrica? Son preguntas importantes que todo profesor se ha hecho y a las que se han dado diferentes respuestas desde la pedagogía.
Podríamos empezar recordando que, desde nuestro punto de vista cristiano, el fundamento de todo lo que existe, la clave de la realidad, es el amor, así que en la relación profesor-alumno, como en cualquier otra cosa, el afecto debe estar presente. Como es lógico, esto no significa que profesor y alumno hayan de ser amigos, ni mucho menos colegas; no implica necesariamente camaradería, ni siquiera afinidad. Hablamos del amor que nace de la voluntad y de la gracia, de una entrega a menudo difícil por el otro. La formación integral dará fruto si tenemos en cuenta todas las dimensiones de la persona a la que queremos formar, y el rasgo esencial de toda persona es que ha sido creada por el amor y para el amor. Tal vez esto sea ponerse demasiado filosófico. Dejémonos de abstracciones, descendamos a lo concreto: todos tenemos experiencia de que la mayor fuerza transformadora es el amor.
Dicho esto, yo diría que dos ingredientes fundamentales en la relación entre profesor y alumno son el respeto y la admiración. Como profesores, debemos respetar a ese ser humano que crece y se desarrolla ante nuestros ojos, en cuya formación somos tan importantes; debemos respetar su individualidad, su diferencia, su misterio; no proyectar sobre él ni nuestras aspiraciones ni nuestras frustraciones. Deberíamos adoptar la delicadeza del buen jardinero, que conoce cada flor y sabe lo que conviene a su desarrollo, que quiere contribuir a que la rosa alcance su plenitud sin tratar de convertirla en otra flor.
El respeto del alumno al profesor tiene otros matices. En cuanto a dignidad, entre ellos se establece una relación de igual a igual; en cuanto a la función de cada uno, no es así. A mi juicio, debe existir cierta verticalidad. En Karate Kid, el señor Miyagi pone al joven Daniel a realizar gestos que le parecen repetitivos y absurdos, pero un buen día descubre que esos gestos le han llevado a lograr su objetivo. Existen planteamientos pedagógicos según los cuales el alumno es quien construye su propio conocimiento. No me parece exacto. La visión del maestro es más amplia que la del estudiante, y por eso puede y debe guiarle. No podemos esperar que un bebé elija la lengua en que va a expresarse, porque sin una lengua en la que expresarse ni siquiera será consciente de que existe tal cosa. Del mismo modo, el alumno ha de reconocer con confianza la preeminencia del profesor. Pero, nuevamente, será difícil que lo haga por sí mismo: debemos esforzarnos en mostrarle que nuestras directrices tienen sentido y que dan fruto, aunque no siempre resulte evidente o inmediato.
Por lo que respecta a la admiración, me parece uno de los ingredientes que más facilitan nuestra tarea. Es bueno que nuestros alumnos nos admiren. Lo malo es que para eso hay que ser admirable, porque se les da bien identificar a los impostores. Menuda tarea: alcanzar lo mejor de nosotros mismos para que las personas con las que trabajamos y por las que trabajamos alcancen lo mejor de sí mismos. No es mal plan: exigente, sí, pero se trata de un bonito círculo virtuoso. Todos hemos tenido profesores a los que hemos admirado. Por su humanidad, por su dicción, por su dominio de la materia, por su gracia… Personalmente, he admirado a alguno de mis profesores por su gloriosa socarronería. Todos tenemos algo por lo que nuestros alumnos nos pueden admirar. Ofrezcámoslo humildemente, sin pavoneo ni presunción.
Del mismo modo, es bueno que admiremos a nuestros alumnos. Por sus logros grandes o pequeños, por sus habilidades, por sus dones, por sus luchas. Y es bueno que sepan que los admiramos. En una visita a la residencia de ancianos, resulta que ese chaval que se pone pesado en clase, que hace bromas a destiempo, que tira papelitos al de enfrente se sienta junto a una anciana, le toma las manos, le pregunta cómo está y la escucha como si fuera la única persona del mundo. Deberíamos admirarnos y decírselo. O ese chaval que despotrica de la sintaxis, que no le entra ni a tiros, pero dibuja maravillosamente. «¡Qué bien dibujas, Fulanito! La sintaxis ya saldrá, no te preocupes, lo conseguiremos, pero ¡hay que ver qué bien dibujas».
El amor que se concreta en la admiración y en el respeto por el otro me parece un elemento clave para la formación integral de nuestros queridos, respetados y admirados alumnos.
Eduardo Pérez Díaz
Profesor de Bachillerato
Colegio Alborada